Lo primero que despiertan las noticias de la guerra es nuestra atención por la misma ansiedad que la violencia nos genera. Sabemos que en la guerra se articulan profundas emociones que unen desde el horror y el espanto hasta la excitación, curiosidad o identificación con ciertos actores.
En el caso de la crisis actual, por las posibilidades de expansión territorial y militar del conflicto, la existencia de armas de destrucción masiva, y las características de la hiper-comunicación e interdependencia global que vivimos, el impacto indirecto o directo, la sensación de amenaza, se multiplica.
Cuando ocurren este tipo de eventos, nuestra sensación de incertidumbre se dispara y, con ello, aumenta la necesidad de contar con explicaciones, necesitamos «saber» y «entender» para disminuirla y controlarla.
Dado que uno de los factores del ejercicio del poder de los líderes políticos -en cualquiera de las veredas-, es la legitimidad de quienes los sostienen; se establecen narrativas para explicar la particular visión y obtener la aprobación de la opinión pública, es decir un apoyo ciudadano que garantice la legitimidad de las decisiones implementadas. Sin este aspecto, las acciones no pueden ser mantenidas en el corto, mediano o largo plazo, por ello se construyen las narraciones, se distribuyen imágenes y contenidos que les sirven de base, aludiendo al simbolismo, a los rituales y la épica.
La famosa frase «la primera víctima de la guerra es la verdad» -que se atribuye al senador estadounidense Hiram Johnson mientras ocurría la Primera Guerra Mundial- ilustra bien el intento desesperado por dar crédito ante los demás mediante la ocultación o el camuflaje de los hechos o bien de cómo nos referimos a ellos: se disfrazan los terribles efectos de las guerras, cambiamos las terminologías de asesinatos premeditados por términos más aceptables como «bajas», asalto por «ocupación», destrucción por «efectos colaterales» y un sinfín de ejemplos. Todo ello con el objetivo de enarbolar las virtudes positivas en un lado y descalificar aquellas que se asignan al enemigo.
En ciencias como la antropología y psicología, se estudia este efecto de despersonalización o deshumanización del otro, donde se le asignan nombres despectivos a los foráneos y denominaciones positivas a los propios, Es bien conocido el concepto kleiniano (Melanie Klein) del binomio objeto bueno/objeto malo: tendemos a asignar cualidades negativas a los demás o lo externo, y positivas a las propias internas.
¿Cómo acomodar nuestro «querer/necesitar saber» con la complejidad de una guerra?
La guerra introduce un universo complejo en el que se hace muy difícil comprender todos sus aspectos, y menos aún, colocarlos en relación. Veamos algunos de sus aspectos generales:
El factor económico: sabemos que la economía es -tal vez más importante que nunca antes- un factor fundamental de quienes deciden conquistar o defender un territorio.
El factor político: los estados de conflicto o incertidumbre pueden funcionar como caudal de reaseguro de determinados líderes.
El factor tecnológico: el desarrollo e implementación de tecnología aplicada a la utilización militar con el fin de disuadir, dominar o aniquilar al adversario.
El factor geoestratégico: los conflictos regionales están subsumidos con conflictos de mayor escala que pueden condicionar en mayor o menor medida su desarrollo y amenazan a otros intereses.
El factor psicosocial: aunque se presentan articulados, podríamos diferenciar entre factores sociales, -por ejemplo, la construcción y el mantenimiento de una identidad nacional o su aspecto histórico-cultural- de los factores psicológicos, por ejemplo, la necesidad de dar curso a emociones de hostilidad y conductas agresivas.
El problema es que todos estos factores se presentan en simultáneo, al mismo tiempo, e interrelacionados. Sin embargo, el factor que sostiene, habilita y en último término, explica todos los demás es el factor psicológico, aquello que hace que potencialmente legitimemos o nos impliquemos en acciones violentas.
Por ello planteo a los lectores que, al comprender este factor psicológico, podrán considerar el porqué de éste o cualquier otro conflicto bélico, pero aún más importante, siendo este factor (el psicológico) el «combustible» imprescindible de la guerra, cómo -hipotéticamente- podría llegar a neutralizarse.
No hacerlo, de hecho significa que no podremos entender por qué la violencia genera nuestra fascinación, miedo o empatía.
El factor psicológico como origen de la violencia
A decir verdad, para comprender la violencia humana, debemos mirarnos primero como especie animal. Allí reside una parte importante de la explicación de la conducta agresiva, aunque como veremos, no para justificarla, sino para trascenderla.
Aunque solemos decir que a diferencia de los animales, la raza humana es el único ser que mata sin necesidad, y que existe una maldad propia a nuestra especie (Philip Zimbardo llama al ejercicio de esta predisposición el «efecto Lucifer»), es algo simplista llegar a esta conclusión, ya que el humano, como otras especies, debió hacer un esfuerzo importante para poder defenderse de las amenazas externas para sobrevivir. De hecho, la supervivencia se manifiesta como una fuerza que está ya presente en reflejos puramente biológicos como el de succión (para poder mamar el alimento), o el reflejo de marcha (mover las piernas al tener contacto en la planta de los pies). Nuestro organismo biológico está preparado para intentar sobrevivir, pero además -siendo la especie más vulnerable y desprotegida- tenemos una serie de comportamientos innatos, especialmente poderosos en los bebés y los cuidadores adultos para garantizar la formación de un vínculo. Inicialmente, la madre (o cuidador primario) en relación a su cría, construye estímulos y respuestas afectivas recíprocas que con el tiempo se irán extendiendo a su entorno social. En ese vínculo primario es donde se juegan las necesidades y faltas con la satisfacción, donde se produce la construcción de las emociones básicas sobre las que va a edificar toda la arquitectura de su comportamiento y personalidad. La niñez no es solamente ese «cuento de hadas» que los adultos tendemos a pensar sino que la conformación y el tránsito por esas emociones va a ser tan conflictivo como determinante. ¡De allí que las experiencias infantiles son predictivas de problemas conductuales y de salud mental en nuestra vida infantil, juvenil o adulta!
¿Pero cómo es que terminamos hablando de lo que les pasa a los niños y niñas si lo que queremos entender es por qué se producen las guerras?
Porque en nuestra niñez vamos a emplear necesariamente este comportamiento defensivo y de ataque, que nos permite establecer como vamos a establecer el vínculo con lo que nos rodea, en especial con esas personas de las que dependemos casi en absoluto. Esta tensión (psíquica) va a ir reconfigurándose sin cesar a partir de nuestra experiencia vital primero en el seno de la familia, luego de los grupos de pares y en último término de la comunidad más amplia en la que participamos.
Todos y todas hemos transitado la inevitable dependencia de la infancia, y por ello comprendemos inconscientemente la «falta», la «escasez», la «espera» y la «privación» de nuestras necesidades. Y es importante señalar que este encuentro con la falta y la angustia se produce en toda nuestra especie, sin importar que se provean materialmente todas las necesidades porque hablamos de impactos y faltas afectivas que se presentan por el mismo acto de existir, y nunca se satisfacen en la forma y el tiempo en el que las reclamamos. Por ello es que, aún siendo personas sanas, somos considerados «neuróticos», es decir, con algún grado de neuroticismo. Hemos construído nuestra vida a pesar de esas experiencias y hemos resuelto, en mayor o menor medida, más o menos funcionalmente, dichas necesidades.
Y justamente aquí, en la «mayor o menor medida» reside el problema de las conductas hostiles individuales que explican, comportamientos grupales violentos, y en último término, las acciones de guerra.
Las personas gestionamos la frustración de ciertas necesidades primarias que se entrelazan con el vínculo afectivo (en psicología también hablamos de ese vínculo como «apego»). En el caso de las neurosis más graves, se encuentra un circuito de frustración-agresión, que es dirigida tanto a la relación interna (con uno/a mismo/a) como externa (con situaciones, objetos u otras personas).
Como resultado, integramos esas características en nuestra personalidad y la proyectamos, defendiéndonos de los de fuera y esforzándonos por labrar relaciones de seguridad o dependencia con los que pertenecen a nuestro entorno. Por otro lado, este tipo de personalidad provoca que nos relacionemos con los demás en un binomio de dominio-dependencia por la necesidad de defendernos de un entorno que percibimos como inseguro, del que no podemos confiarnos. Esto hace que registremos las situaciones de forma paranoica: los demás nos persiguen o atacan, luego, tengo que defenderme o atacarlos en respuesta.
Cuando en una comunidad o grupo contamos con ciertos estímulos, reales o imaginados que apoyan estas conductas, se refuerzan las alianzas entre los miembros que comparten este tipo de personalidad.
Minorías violentas que controlan mayorías no-violentas
Cuando los grupos consiguen establecer ciertos acuerdos de participación o legitimación con grupos más mayoritarios, ya tenemos los ingredientes necesarios para la violencia colectiva de las guerras. Ya sea en aras de la protección ofensiva o del ataque defensivo, se toman decisiones que suelen extinguirse al cabo del triunfo y/o la derrota entre unos y otros actores. Todo hasta que se repite el ciclo y surgen nuevas amenazas, nuevos enemigos y nuevas contiendas.
Como salir de la espiral bélica
Entonces, ¿cuál es el mecanismo para la solución de este problema?
La agresividad o la ira, como el resto de emociones básicas, y las conductas violentas, resuenan en los grupos y sociedades porque existe una inteligencia social acerca de lo que son: cada uno/a de nosotros/as las conocemos desde un nivel inconsciente o consciente y tienen un efecto catártico en la expresión de las frustraciones de la vida cotidiana. Por esa misma razón es que solemos consumir ávidamente los conflictos en el cine o en las redes que captan parte importante de nuestra atención.
A mayor grado de neuroticismo relacionado con la violencia, más violencia consumimos y/o ejercemos. También desde la teoría de aprendizaje social y la teoría social cognitiva (Albert Bandura, 1962; 1986) sabemos que al detectar una recompensa y/o falta de castigo de la actitud violenta tendemos a repetirla, pero que además, integramos estas y otras conductas por su capacidad de autoorganizarse y autorregularse, es decir que las conductas se vuelven autoeficaces en el contexto de la personalidad.
Así la conducta violenta, más o menos cristalizada en nuestra personalidad, va a tender a expresarse o a alimentarse de la información del medio. En los contextos donde la violencia se ve ratificada -como en el caso de pandillas delictivas o ciertas instituciones presidiarias- ésta puede consolidarse y puede ser aumentada. Podríamos nombrar otros elementos, como el sesgo de confirmación que hacen que los individuos y grupos seleccionen el tipo de información que refuerza este tipo de conductas, y así tenemos que la violencia y sus justificaciones pasan a ser sistémicas, se integra en la identidad de los grupos. Así las cosas, los grupos se estereotipan y cierran el flujo de comunicación. Esto hace que estos grupos cerrados terminen en algún momento por colapsar, pero se produce a un alto coste para los miembros internos (y claro está, hacia quienes dirigen sus acciones hostiles o de odio).
Para solucionar este problema, se debe recorrer el camino inverso, sabiendo que los miembros violentos presentan resistencia (cuando no presión externa) a recibir información o experiencias que generen una disonancia cognitiva – algo que hace -ruido- en sus creencias, valores o ideas. Al permitir exponernos y mostrarnos a un mayor rango de estas experiencias, se produce un aprendizaje y el cuestionamiento de las estructuras previas. En estas condiciones, la experiencia emocional «solicita» más terreno, disminuyendo la reacción más inmediata y aumentando la empatía emocional que actúa como un dispositivo de seguridad, un espacio de mediatización y diálogo -por reconocimiento- entre la satisfacción de la necesidad propia y la necesidad externa.
Artículo publicado en la columna La Puerta Psicosocial | Diario Primera Edición | Argentina