Saxa Stefani & Viola Edward
@saxastefani @the.viola.edward
Contar historias -eso que llamamos storytelling- va mucho más allá del mero acto de entretenernos, o de una técnica de moda que permite captar la atención de los demás.
Es mucho más; escuchar y contar historias fue totalmente determinante para nuestra particular inteligencia humana. El término inglés solo ha popularizado y puesto aún más de actualidad, algo que antes denominábamos como el «arte de contar historias». Nuestra especie fue desde un buen principio narradora. Lo hacemos mucho antes de lenguaje hablado o escrito: las cerca de 500 pinturas rupestres descubiertas por el espeleólogo francés Chauvet en 1994 -las más antiguas jamás encontradas- están datadas en alrededor de 32.000 años de antigüedad. Ya entonces dejábamos indicios de información, de historias y de emociones que queríamos expresar y transmitir, mucho antes de que pudiésemos verbalizarlas adecuadamente. La representación del mundo ya ocurría en nuestras mentes, solo debíamos explorar como exponerlas.
La pulsión por hacer que esta comunicación satisfaciera nuestras necesidades, desató gracias al lenguaje las amarras de nuestra inteligencia, liberándonos hacia un mundo ilimitado, de espacio creativo y lleno de posibilidades nuevas.
El sociólogo español Faustino Cordón (1909-1999), en su obra «La cocina hecha hombre» asegura que fue el fuego que nos reunió en rondas sin jerarquías, lo que desarrolló el lenguaje, o podemos pensar incluso que fue el amor lo que generó el habla, como afirma el brillante biólogo evolutivo chileno, Humberto Maturana (1928-2021), quien considera al amor como la única emoción capaz de expandir la inteligencia.
Todos conocemos que, desde las milenarias arenas del tiempo, los aspectos trascendentales de la vida han sido contados a través de parábolas en muchas culturas y religiones, en forma oral y luego escrita, como lo hicieron muchos profetas, o como en las fábulas sánscritas del Panchatantra, consideradas las más antiguas de la historia.
Sea como fuere, en algún momento de nuestro recorrido evolutivo, los sonidos guturales comenzaron a nombrar las cosas que nos rodeaban (y a nosotros mismos), y establecimos un pacto compartido aunque implícito en el que llamaríamos «las cosas por un nombre», pero aún más importante, no solo nombrar, sino «dar un significado», un sentido a las cosas. Este dominio del lenguaje sobre el mundo natural, nos permitió funcionar, operar, pensar, deducir, en ausencia de éste. Imaginémoslo por un instante… ¡Qué liberación! Ya no estábamos exclusivamente encadenados al mundo de lo real, sino que podríamos recrear una y mil veces lo que sucedía con palabras y ¡expresarlas hacia el afuera! Los especialistas nos dicen que un elemento clave que distingue el desarrollo y evolución de nuestro cerebro es la estimulación del lenguaje hablado. No en vano el tamaño de este órgano debió crecer en hasta tres veces su volumen en comparación al de nuestros primeros ancestros homínidos para albergar las funciones desarrolladas con las que hoy contamos.
Pero ¿esto de contar historias influye en nuestro día a día? Si en sentido amplio la inteligencia es la capacidad para adaptarse al medio, ello depende, particularmente, de nuestra calidad comunicativa. Ese esfuerzo por explicar lo que necesitábamos, lo que nos entristecía, lo que temíamos, aquello que nos sorprendía, lo que nos irritaba, pero también significar lo que deseábamos, allí donde nos sentíamos seguros y confiados, lo que podíamos imaginar y anticipar, y sobre todo, reconocernos también en el otro, es decir amar y ser amados, todas esas emociones ya existían antes del lenguaje. Solo que ahora éramos capaces de comunicarlas usando el lenguaje.
Solemos decir que «nada existe para el otro si no puede ser comunicado, consciente o inconscientemente». Y si bien es cierto que es imposible no comunicar, también lo es que el lenguaje puede hacernos comunicar mejor… ¿o no?
Pero, ¿es significativo todo lo que decimos? Sin duda tenemos un sinfín de registros para hacerlo.
¿Qué intentamos decir cuando nos comunicamos?
En algún momento, cometimos un error, tal vez el error capital.
Separamos un lenguaje práctico, conciso y pragmático, del lenguaje cargado de emoción. Separamos el mundo de la obligación del mundo de la imaginación, y del arte. Separamos la profundidad emocional de las necesidades cognitivas y más prosaicas, en una suerte de alienación artificial. Y así nos dedicamos a construir compartimentos estancos para uno y otro fin, como si naturalmente estuvieran separados.
En el largo devenir de la ciencia quisimos tomar ese atajo del conocimiento del que ya los antiguos y clásicos advirtieron que no era lícito separar: arte y ciencia son una.
Hablando de historias, podríamos desde este ángulo, alterar un poco la historia de la Torre de Babel, y decir que el castigo infligido -en este caso, por el hombre mismo- fue divorciarse de la totalidad de su lenguaje, quebró un espejo que le daba una imagen amplia y clara de una comunicación total, donde esas emociones son las raíces que alimentan el árbol de la palabra; y nos quedamos en cambio con fragmentos parciales de limitado significado. El lenguaje quedó así dividido, empobrecido y deficiente en su sentido.
Nuestra misión es recuperar esa palabra y aunarla con la emoción, para hacerla más plena, donde la comunicación funciona y es eficaz, donde se explicita lo que normalmente se oculta, y se ilumina la sombra en cada paso recorrido, en cada reunión, en cada charla. Quien aprende a portar esa vela -dice nuestro sabio amigo Ricardo Mares- acaba por transitar la sombra sin sobresalto: cuando advierte su oscura presencia, ésta se disipa al instante con solo acercarse.
El arte del storytelling y de la comunicación emocional funciona como un combustible que alimenta esa llama, la mantiene viva y bien despierta, disponible para ser dicha y dispuesta para ser recibida, porque son sus activos protagonistas, a la vez, tanto quien enuncia como aquel que se presta a su escucha.
Así, podemos ver el «arte de contar historias» como ese traje de buceo que nos va a permitir descender a las profundidades, hacia muchos de nuestros aspectos emocionales, a los que en condiciones normales, dejamos a un lado, por dolor, miedo o rabia.
Son todos esos fragmentos emocionales de la historia y del discurso los que nos van a unir y hacer que nos entrelacemos con las emociones de los demás. Tocar el corazón, la fibra, la esencia del otro, es lo que da al storytelling su propósito. Pero ahí no acaban sus beneficios. Como dice Pichon-Riviere «todo encuentro es en realidad, un reencuentro». Hallar las bases emocionales de una historia nos permite resignificar lo que sucede y como vemos el mundo, utilizar una nueva narrativa es reescribir nuestro pasado y crear desde el presente un nuevo futuro. Aún a riesgo de equivocarnos o completar ilusoriamente cualquiera de sus huecos, contar la historia quiere decir que creativamente podemos revisarla, que no es una, fija, estática e inamovible.
Conocer cómo producimos historias, por qué y para qué las consumimos tan ávidamente en diferentes formatos, es una forma de ampliar nuestra consciencia sobre nuestra propia inteligencia, comprender la importancia última de «ponerme en la piel» o en «los zapatos de los demás», o eso que damos en llamar la empatía como factor clave del desarrollo de la felicidad.